02 junio 2012

Evolución de la epilepsia en la Historia.








Se pueden encontrar referencias a la epilepsia en escritos que datan de muchísimos siglos. Parece ser que la epilepsia ha acompañado al hombre durante gran parte de su historia y ha sido considerada como una de las enfermedades crónicas más habituales.


La palabra epilepsia procede del griego, concretamente del vocablo  "ἐπιλαμβάνειν", "ēpilambáneim", que significa “ser atacado”.  Se entiende que se le atribuyó dicho nombre a esta enfermedad dado el carácter entre místico y demoníaco que se suponía que presentaba.


Hay textos mesopotámicos que hablan sobre ella, también en el código Hammurabi se menciona; se consideraba una enfermedad vergonzosa, relacionada con algún tipo de posesión demoníaca. A ello contribuía la sintomatología en la que el enfermo parecía perder el control sobre su cuerpo, convulsionándose y perdiendo incluso la consciencia. Hasta en el Evangelio de la Iglesia Católica se hace mención a un tipo de “posesión” cuyos síntomas coinciden con los sufridos por las personas que padecen ataques epilépticos.
Sin embargo, en la época romana, Hipócrates cuestionó la causa sobrenatural de la epilepsia, ya que observó que los gladiadores que habían sufrido algún tipo de traumatismo craneoencefálico sufrían los ataques descritos, por lo que lo asoció con algún trastorno fisiológico, al margen de deidades y supersticiones, definiendo correctamente la epilepsia como una enfermedad que provenía de un daño cerebral.


No duró esta concepción médica de la epilepsia, pues en la Edad Media volvió a verse ésta como una manifestación de algo sobrenatural, considerándosela incluso como una enfermedad contagiosa. Volvió a juzgarse que era necesario un “dios” para la curación de esos ataques y los enfermos y sus familiares rezaban pidiendo la curación, especialmente a San Valentín. De hecho, en algunos sitios a la epilepsia se le llamaba “mal de San Valentín”.
No era éste el único nombre que recibió a lo largo de la historia este trastorno. Se llamó desde “enfermedad demoníaca” hasta “enfermedad lunar”, “gotacoral”, haciendo cada nombre referencia a qué se consideraba como el origen de la epilepsia.


Ya en el siglo XIX, los estudios sobre el cerebro humano y sus funciones llevan a la concepción de la epilepsia como una enfermedad cuya etiología es un daño cerebral. Es en Francia donde se crean los primeros centros para epilépticos, siguiéndole Alemania y más países, donde se trataba a los epilépticos y también a enfermos mentales de una manera más adecuada de lo que se había venido haciendo.


En el pasado siglo XX, con los avances de la psicofisiología y, sobre todo, con el comienzo de la utilización del electroencefalograma (EEG), el estudio de la epilepsia ha experimentado un gran impulso.
Gracias a la electroencefalografía se descubrió que en un ataque epiléptico se produce una hipersincronía de las ondas cerebrales, con los resultados de los síntomas que ya se conocen.


En los años 50 se empiezan a realizar intervenciones quirúrgicas, en los 70 empiezan las primeras clasificaciones de la epilepsia, sus crisis y síndromes, que han vuelto a ser clasificados en los últimos años.
En la actualidad, el estudio sobre esta enfermedad experimenta unos avances extraordinarios, debidos en gran parte al desarrollo de tecnología muy completa y avanzada, sobre todo la imagen cerebral, como la resonancia magnética, la tomografía por emisión de positrones etc, que nos permiten no sólo observar las estructuras cerebrales implicadas en la epilepsia y sus crisis, sino también su funcionalidad.


Se exploran no sólo aspectos estructurales cerebrales; también se investiga sobre qué mecanismos genéticos, metabólicos y bioquímicos pueden estar implicados en la etiología y mantenimiento de la epilepsia.


Aunque es mucho el avance conseguido al día de hoy, es necesario seguir investigando en todos los campos reseñados para encontrar no sólo la causa, sino también el mejor tratamiento para mejorar la calidad de vida de la persona epiléptica.



Autorizo a compartir el contenido de este artículo, siempre que se respete su autoría.

Yolanda Flores García.


La epilepsia desde la psicología.




¿Qué es la epilepsia?


Como es sabido, la epilepsia es una afección crónica, caracterizada por un exceso de sincronía en las descargas neuronales, aunque en la actualidad también se baraja la posibilidad de que los astrocitos (una célula nerviosa del cerebro con forma estrellada) también formen parte en la etiología de la epilepsia.
Así, existen epilepsias generadas por traumatismos craneoencefálicos, enfermedades infecciosas e incluso, hay personas epilépticas que no presentan ningún trastorno fisiológico que haya podido desencadenar sus ictus, salvo una predisposición genética.
Debido a tantos años de desconocimiento de las causas de la epilepsia, la sociedad ha reaccionado siempre con un rechazo por las personas que la padecen, lo que ha llevado a considerar al epiléptico como alguien estigmatizado, añadiendo al tremendo padecimiento que puede ser sufrir esta afección, el hecho de sentirse menospreciado, aislado.
Hay acuerdo general en que una vez diagnosticado, el tratamiento farmacológico es indispensable en muchos casos, con un buen ajuste de las dosis. De hecho, hay personas que con un tratamiento con psicofármacos, controlan sus crisis y su vida se desarrolla con total normalidad.
Pero también hay conclusiones en la investigación sobre el beneficio que supone para un epiléptico recibir un tratamiento psicológico además del farmacológico.

¿Cómo puede ayudar la psicología a una persona con epilepsia?


Como arrojan los resultados de diversos estudios clínicos con pacientes epilépticos, esta enfermedad es percibida por las personas que la padecen como bastante incapacitante, particularmente en cómo afecta a las relaciones sociales.
El epiléptico, según los resultados de varios cuestionarios, se percibe como alguien sin sentido del humor, dependiente e incluso obsesivo en muchos casos. Pero también hay datos que nos indican que más bien es el aspecto estigmatizador de la enfermedad, así como la reacción de la sociedad en general, lo que más influye en la auto percepción que presenta la persona con esta afección.
Quizá si la sociedad durante siglos no hubiese reaccionado como lo ha hecho ante esta enfermedad y las personas que la padecen, los resultados habrían sido distintos.
Desde la psicología se puede ayudar mucho a la persona que padece epilepsia en cualquiera de sus manifestaciones. De hecho, una buena combinación de una dosis adecuada de fármaco y una intervención psicológica, producen mejores resultados y más duraderos que si solamente se aplica el psicofármaco. Es más, se han dado casos en los que el apoyo psicológico ha ayudado a reducir considerablemente la dosis de fármacos, con la consiguiente reducción de efectos secundarios.
No debemos olvidar que una persona que no se siente totalmente aceptada, acaba  evitando las relaciones con los demás, aislándose lo que, probablemente, perjudicará su salud tanto física como mental, pudiendo llegar a padecer trastornos como fobia social, depresión, distimia, ansiedad y otros trastornos emocionales.
El apoyo psicológico debe comenzar desde la infancia, en el hogar. Lamentablemente, la enfermedad es percibida como algo terrible cuando se diagnostica. Los padres se sienten culpables, incluso se vuelven sobreprotectores. Evitan comunicar, a veces, la enfermedad del niño, por el estigma que supone. También coartan la libertad del niño, ofreciéndole menos posibilidades de las que le ofrecerían si no tuviese la enfermedad.
Según varios estudios, no hay una correlación significativa entre padecer epilepsia y una alteración de la memoria y el aprendizaje, salvo la que pueda estar producida por las alteraciones neuronales que subyacen al origen de la enfermedad. De lo que se deduce que la pérdida de memoria es más bien subjetiva, quizá propiciada por las alteraciones emocionales que puede sufrir el paciente epiléptico.
Por lo tanto, ya en la niñez, hay que estimular al niño, presentándole un gran abanico de posibilidades en su vida y en su futuro, fortalecer su autoestima, entrenarle en habilidades sociales para enfrentar sus crisis en el colegio y en cualquier situación de su vida diaria, mejorando con todo ello su auto percepción.
Una de las técnicas que más ayuda al epiléptico es la relajación. Practicarla ya desde niño a diario ayudará a la persona a poder manejar mucho mejor los estresores diarios sin percibirlos como amenazantes, llegando a una alteración neuropsicológica que podría desembocar en una crisis. Cualquier clase de relajación será de gran ayuda: relajación muscular, entrenamiento autógeno, relajación diferencial, meditación…
Otra técnica que, aunque controvertidos, ha arrojado unos resultados prometedores ha sido el biofeedback, sobre todo en epilepsias de manifestación sensorial, como las que se producen si estimulamos con un flash luminoso.
Técnicas conductuales como la economía de fichas, reforzamiento positivo, etc., también han demostrado ser más eficaces unidas a los psicofármacos, que si sólo se recibe el tratamiento farmacológico.
La alimentación, el ejercicio físico, unos buenos hábitos de sueño, mantener una mente activa, también ayudarán, probablemente, a bajar la intensidad y la frecuencia de las crisis y, al mismo tiempo, evitarán trastornos cognitivos y emocionales.
En definitiva, una adecuada orientación familiar nos llevará a un entorno en el que no se sobreprotegerá al niño, se estimularán sus habilidades, se tomarán medidas contra el fracaso escolar, se le proveerá de recursos adecuados para la interacción social y, sobre todo, se le enseñará a confiar en sí mismo, a crecer con una actitud positiva y con motivación y llegará  a ver su enfermedad como una parte de su vida, no como un obstáculo insalvable.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.-
Freides, D. (2002). Trastornos del desarrollo: un enfoque neuropsicológico. Barcelona: Ed. Ariel.
Portellano, J.A. (2007). Neuropsicología infantil. Madrid: Ed. Síntesis.
Pinel, J.P.J. (2001). Biopsicología. Madrid: Pearson Educación, S.A.


Autorizo a compartir el contenido de este artículo, siempre que se respete su autoría.
Yolanda Flores García.



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01 junio 2012

¿Qué es el estrés?



     Cada día oímos conversaciones sobre el estrés en cualquier lado: en el autobús, en la cafetería, en el banco… ¿Pero sabemos realmente en qué consiste?
     Concretar el significado de la palabra estrés es difícil pues es un término con una gran ambigüedad dentro de la psicología y fuera de ella.
     Así, desde un enfoque más fisiológico y bioquímico el estrés está considerado como una respuesta. En las orientaciones psicosociales, sin embargo, es más tenida en cuenta la situación estimular, es decir, el estrés se considera un estímulo externo.
     A estas dos maneras de conceptuar el estrés se unió una tercera que propone un nuevo componente, esto es, los factores psicológicos o subjetivos (cognitivos) que actúan de existen entre los agentes externos considerados estresores y las respuestas fisiológicas.
     En resumen, tenemos una orientación que enfatiza el componente externo (estresor), otra que se fija en la respuesta y por último una que está basada en la interacción entre ambos.

     Siguiendo a Sandín y su modelo de trabajo (Belloch, Sandín y  Ramos, 1995), el proceso de estrés y sus diferentes componentes, consistiría en diferentes pasos:

1. Demandas psicosociales: aquí incluiremos los agentes tanto psicosociales como ambientales naturales y artificiales. Por ejemplo: las relaciones con la familia, amigos, compañeros de trabajo, así como radiación, frío, calor, humedad, ruido, contaminación atmosférica, etc.
2. Evaluación cognitiva: cuando percibimos esos estresores diarios, de cualquier característica, nuestro organismo analiza y valora dichos estímulos. Dependiendo de cómo los valoremos, se producirá una respuesta de estrés o no.
3. Respuesta de estrés: incluye respuestas fisiológicas (tanto del sistema nervioso como hormonales), respuestas psicológicas (pensamientos) y respuestas emocionales. También tenemos respuestas motoras que son difícilmente separables de las emocionales.
4. Estrategia de afrontamiento (coping): se refiere al modo en que tratamos de adaptar nuestra conducta y pensamientos a las demandas del medio, concretamente a aquéllas que percibimos como “agobiantes”. También enfocamos nuestro comportamiento y cogniciones a suprimir el estado emocional del estrés.
5. Variables disposicionales: aquí incluimos tipos de personalidad, factores hereditarios, sexo, raza, cultura, etc.
6. Apoyo social: es un factor muy importante asociado al estrés. La percepción de apoyo de las personas que nos importan, pueden servirnos de “paliativo” para las demandas estresantes. También  parece que dicho apoyo puede incidir sobre la salud positivamente.
7. Estatus de salud: es el resultado del proceso de estrés. En función de cómo hayamos procesado los estímulos que se nos presentan. Si no hay un adecuado afrontamiento de las demandas, terminará redundando en perjuicio de la salud.

     Que una situación sea vista como más o menos estresante, depende del modo en que la valoremos. Por ejemplo: si tengo una discusión con una compañera de trabajo, pero me veo capaz de manejar la situación, responderle asertivamente y que la relación siga su curso sin mayores problemas, dicha situación no podré considerarla estresante, pues no tendré la percepción de haber perdido el control.
     Si, por el contrario, en la misma situación, no me veo capaz de manejarla, bien por exceso (agresividad) o por defecto (pasividad), terminará convirtiéndose en un estímulo estresante para mí y me afectará psíquica, emocional y hasta físicamente.

     Una persona que se percibe incapaz de hacer frente a diversas demandas de su entorno: relaciones familiares, de trabajo, de salud, etc., puede llegar a experimentar estados de ansiedad y éstos conducirle a un trastorno de angustia.




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